miércoles, 29 de agosto de 2007

Capítulo I


"Cielo parcialmente nublado, probabilidades de lluvias y tormentas; y con un notable descenso de la temperatura"…informaba la radio aquella mañana gris de 1973, cuando de fondo sonaba Angie, interpretado por los famosos Rolling Stones.
Corría el mes de noviembre y mis ganas de asistir al colegio disminuían con cada amanecer. Recuerdo claramente los gritos de mi madre diciéndome que sino me apresuraba llegaría tarde otra vez.
Entre tropezones, regañadas y alguna que otra blasfemia por lo bajo, llegaba hasta la cocina, donde siempre me encontraba con mis tostadas untadas con la inconfundible mermelada de higo que hacía la abuela y saciaban mi terrible apetito. Mi madre decía que se debía a que estaba creciendo, y era normal a mi edad comer como yo lo hacia. Al instante, el fino sonido que producía el vapor al salir del pico de la pava, me anunciaba la proximidad del rutinario té; que indudablemente dejaría a medias para salir corriendo intentando hacer lo imposible… llegar a tiempo.
El camino era una impresionante aventura en la que debía atravesar los intrincados obstáculos de la ciudad corriendo bajo la lluvia. Con el paraguas flameando y fuertemente tomado, cruzaba incontables calles y esquivaba miles de autos y personas que me veían correr como un demonio en medio del infierno matutino. A pesar de que la escuela no me gustaba, y el estudio no era uno de mis talentos, yo sentía enormes ganas de llegar para encontrar a mis amigos, pero también para cubrirme, al fin, de la fría y lastimosa lluvia.
Siempre sentí algo de vergüenza al ingresar al salón de clases, totalmente empapado, frente a las miradas acusadoras y burlonas de mis compañeros. Sabia que ellos se estaban riendo por lo bajo, otra vez de mí, pero nunca sentí rencor, porque muy dentro mío siempre supe que era objeto de risa. Si yo hubiese estado del otro lado, seguramente me hubiese reído también. En cambio, lo que sí me molestaba era la fina y chillona voz de la profesora de matemática, pretendiendo degradarme frente a mis amigos, gritando cada vez más fuerte al ver que yo no la escuchaba. Su alta y sombría figura, sus rasgos de malicia en su rostro y sus manos como garras sosteniendo la tiza, no me asustaban. Recuerdo como intimidaba a los más débiles, pero no a mí.
Esa mañana había sido más larga que de costumbre, recuerdo las gruesas agujas del reloj avanzando muy lentamente, sin prisa, haciendo de cada hora una insoportable eternidad; cuando por fin, el pesado retumbar de la vieja campana anunciaba el tan deseado momento, el incanjeable ticket a la alegría… la salida.
Caminaba lento, pero firme, no tenía prisa. La lluvia se había ido y el negro cielo ya no era más que una inmensa capa de nubes cenicientas que dejaban pasar algún que otro rayo de luz que el débil sol podía ofrecer. Con toda clama arribé a mi casa, mi cuarto en soledad esperaba por mí, el silencio me daba la bienvenida. Adoraba esos momentos a solas en que las tardes eran mías, para hacer de ellas lo que quería; aunque casi siempre hacía lo mismo. Ante la ausencia de mi hermano mayor, aprovechaba para revisar sus cosas, que injustamente estaban prohibidas para mí. Entre ellas, se encontraban sus tarjetas de automóviles antiguos, los libros de Poe, las cartas de alguna mujer y sus tan preciados discos de rock.
Me había acostado en el suelo, en el espacio entre mi cama y la de mi hermano. Podía sentir los pasos de mamá caminando en la sala a través de la brillante madera. Las vibraciones que se producían me hacían saber cada preciso movimiento de ella, limpiando lo limpio, ordenando lo ordenado y lustrando los muebles hasta el hartazgo.
El silencio me abatía, me desconcertaba, no podía soportar ni un minuto más el ensordecedor ruido a nada. En aquellos momentos la música no formaba parte de mis pasatiempos, ni era algo a lo que recurría en mis momentos libres, sino más bien era asunto de grandes, y mi hermano era el mejor ejemplo. Él podía pasarse horas enteras recostado, sin hacer otra cosa que escuchar sus discos. Simplemente estaba ahí, mirando la nada, con sus ojos semiabiertos apuntando hacia uno de los rincones, ahí, donde el techo y la pared se encontraban en una rústica y húmeda moldura cubierta de moho.
Hasta ese entonces no había podido llegar a comprender el simple motivo de permanecer tan estupefacto y rendido ante las psicodélicas melodías provenientes del tocadiscos; pero ese día algo cambió, algo se metió en mi cabeza y hasta hoy permanece aquí.
De repente no pude contener mis ganas de querer experimentar esa sensación que la música brindaba, y sin dudarlo me sumergí en la búsqueda de aquellos discos de rock que sonaban en aquellos años. Uno a uno pasaban por mis torpes manos. Apresurados y nerviosos movimientos buscaban casi al azar lo que pensaba que sería el mejor disco.
Ante mis ojos las más coloridas portadas: The Beatles, The Who, Led Zeppeling y Queen… todos eran muy tentadores, pero solo uno atrapó hipnóticamente mi atención. Era la imagen de un rayo de luz atravesando un opaco prisma de cristal, transformándose en un bello arco iris sobre un sombrío fondo negro. De magnifica simplicidad, desbordaba arte y contagiaba raras sensaciones, como de dulces escalofríos de impaciencia. Se titulaba “El lado oscuro de la luna”, de los controvertidos y oscuros Pink Floyd.
Un minuto después estaba recostado en mi cama, con los pies en la almohada y mirando fijamente cada una de las artísticas e inspiradoras imágenes del disco que ya sonaba de fondo. Fue una sensación muy rara y totalmente nueva para mí, un sentimiento que nunca olvidaré. Las armoniosas melodías, trabajadas con suma prolijidad y detalle, hablaban por sí solas. Las profundas letras de cada canción liberaban segundo a segundo mi mente, transportándome a lugares donde nunca había estado y de donde no quería volver. Además de las sensaciones causadas por la magia visual y musical de los Floyd, interiormente me sentí raro ante el sólo hecho de darme cuenta que en ese momento, yo era la viva imagen de mi hermano. Comportándome de la misma manera que él lo hacia, y que yo ahora comprendía.
Esa noche me fui a dormir con los psicodélicos acordes flotando por cada rincón de mi cabeza, sabiendo que a la mañana siguiente todo seria igual, menos yo que raramente había cambiado.

2 comentarios:

Andrea dijo...

Me gusta mucho este personaje y tu estilo. Muy bueno. Ahora, más. Y no te olvides de pasar por los blogs de los compañeros . Te felicito.

Mariana dijo...

ey amigaaa..
recien leo lo tuyoo..
esta muy bueno! =)

nos vemos mañana, por mala suerte en la escuela ya ..

besoss!